Caballos oscuros, de Claire Keegan
Me encantó el libro de relatos Recorre los campos azules, traducido por Jorge Fondebrider y publicado por Eterna Cadencia. Comparto con ustedes uno de los cuentos incluidos en el volumen: «Caballos oscuros»
Caballos oscuros
De noche, Brady sueña que la mujer vuelve a su vida. Ella está en el corral, con el gran caballo de caza, riéndose, elogiando a su caballo oscuro. Se estira, afl oja la cincha y le retira la silla. El caballo se sacude y bufa. Ella lo conduce al abrevadero y bombea agua fresca. La manivela chirría cuando se la empuja, pero el caballo no se asusta: sencillamente deja caer la cabeza y bebe hasta hartarse. A lo lejos, el ladrido de los perros se desplaza por los campos. En su sueño, esos perros son los del propio Brady y él sabe que le tomará un buen rato reunirlos y llevarlos a casa.
Al despertarse, descubre que está vestido de la cintura para abajo: pantalones vaqueros negros y sus botas de trabajo. Busca a tientas el reloj, se acerca el vidrio, lee las agujas. No es tarde. En lo alto, la luz todavía está encendida. Se incorpora y encuentra el resto de sus ropas. Afuera, la lluvia de octubre cae estremeciendo el bambú. Fue plantado años atrás para servir como estaca para los macizos y porotos de la mujer, pero cuando ella se fue, él se desentendió y el jardín se volvió salvaje. Sobre la colina de McQuaid, entre las nubes, distingue la fi gura de un hombre que camina por campos más verdes que los suyos. Es el propio McQuaid, arreando, contando todos los novillos nuevamente.
En la cocina, hierve el agua, calienta la tetera. El té lo vuelve a hacer sentir humano. Se queda al lado de la tostadora y se calienta las manos. La semana pasada su tía le había traído mermelada, pero en el frasco apenas queda una cucharada. Raspa con el cuchillo lo que quedó en el frasco y sale a los campos, con su chaqueta. Las dos vaquillonas necesitan ser sacadas y recibir sus dosis. Tiene que limpiar los desagües, tirar la ceniza en el campo de abajo, y hay un buen día por delante soldando en los establos antes de que el invierno se ponga severo. Arroja afuera lo que quedó del pan cortado y pone en marcha la furgoneta. Una parte de él está contenta de que sea un día húmedo.
En Belturbet, compra líquido hidráulico, varillas de soldar, aceite para la sierra. Apenas le sobra dinero. Duda antes de llamar a Leyden desde la cabina telefónica, sabiendo que estará en casa.
–Ven a casa –dice Leyden–. Necesito que me den una mano.
Es una magnífica casa en la colina, que la mujer de Leyden, una maestra, mantiene inmaculada. De dos pisos, pintada de blanco, que da al río. En el jardín, un par de castaños, el camión para los caballos, cabezas sobre cada puerta del establo. Cuando llega Brady, Leyden lo saluda desde el galpón del heno. Es un hombre duro, huesudo, con manos muy grandes.
–¡Ah, Brady en persona!
–Tiempo feo.
–Crudo –concede Leyden–. ¿Podrías ponerle el cabestro a la yegua, por favor? Tengo la sensación de que dará problemas.
Brady se para al lado de la cabeza de la yegua, mientras Leyden la hierra. Sus grandes manos son hábiles: miden el casco, lo recortan, eligen una pestaña para el casco. Sobre el yunque sostienen la herradura y la martillan para que calce. Ponen los clavos de acero y ajustan. Después viene la escofina, las virutas que caen como aserrín a sus pies. Mientras tanto, caen ráfagas de lluvia repentina, azotando el techo galvanizado. Brady siente un extraño placer estando allí, protegido, con la yegua.
Cuando Leyden le pasa la escofi na al último casco, arroja las herramientas al piso y mira la lluvia.
–Es un día para beber.
–Es temprano –dice Brady, inquieto.
–Si no vamos pronto, se va a hacer tarde –dice riéndose y sus ojos buscan clavos en el piso.
–Tengo que despabilarme; en casa tengo trabajo –dice Brady. Pone a la yegua de vuelta en el establo y traba la puerta.
–Igual vas a venir –dice Leyden–. Voy a buscar a Sean para cambiar un cheque y arreglaremos las cuentas.
–Puede hacerse otro día.
–Ni por casualidad. Podría no tener eso otro día.
Mientras Brady sigue a Leyden hacia el pueblo, le empieza a arder el estómago. Leyden desciende por el camino resbaloso hasta más allá de la farmacia y estaciona detrás de The Arms. Parece cerrado, pero Leyden abre la puerta trasera. No hay luz sobre la mesa de pool. En Northern Sound[1] una mujer lee las noticias. Long Kearns está allí con sus Powers, observando la red ornamental de pesca detrás del bar. Norris y McPhillips están eligiendo caballos para la próxima carrera. Big Sean está detrás del mostrador, untando pan con manteca.
–¿El pan es fresco o es el de ayer? –pregunta Leyden.
–Es de Mother’s Pride –dice Sean sonriente y mira–. Hoy, pan de hoy.
–Pero si lo comemos mañana, ¿no seguiría siendo de hoy? –pregunta Norris, que bebió como una cuba. Salvo por el leve temblor en la mano, nadie se daría cuenta jamás.
–Sirve dos de los mejores que tengas, Sean –dice Leyden–, y no le prestes atención a ese villano.
–Me ha estado prestando atención por años –dice Norris–. Difícilmente dejará de hacerlo ahora.
Sean pone el borde de un vaso de una pinta contra el grifo. Leyden le pasa el cheque y le dice que le dé a Brady lo que sobre. Deja que la cerveza negra se asiente, que la parte oscura se separe poco a poco de la crema.
–Por lo menos, tenemos la yegua herrada.
–¿Lo aguantó?
–Fue de terror –dice Leyden–. Todavía estaría herrándola, si no fuera por este hombre.
–Es un trabajo para un hombre más joven –dice McPhillips–. Yo mismo lo hacía cuando era mozo.
–Después de tres pintas no hay nada que no hayas hecho –dice Norris.
–¡Y después de dos no hay nada que tú no vayas a hacer! –dice Leyden, levantando la apuesta–. ¿No es así, Sean?
–Deja a Sean fuera de esto –dice el barman cariñosamente.
Norris mira a Brady.
–¿Es mi imaginación o adelgazaste?
Brady menea la cabeza, pero su mano busca el cinturón.
–Más bien engordé.
Big Sean envuelve los sándwiches en plástico transparente y los guarda en la heladera. Brady extiende la mano, que se cierra sobre el vaso. El vaso está frío. No está bien estar bebiendo a esa hora, y la cerveza negra es amarga.
–¿Tendrás una gota de casís por ahí, Sean?
–¿Qué estás haciendo con ese veneno? –pregunta Leyden–. Arruinando una buena pinta.
Brady traga un buen sorbo.
–Al menos no destruí cuatro buenos cascos –dice, recuperando finalmente la voz.
Todos se ríen.
–No me digas –dice Leyden sonriente–. ¿Y qué es lo que sabes tú? Los únicos caballos que hay en Monaghan son para tirar de carretas.
–Todo buen caballo de tiro necesita herraduras –dice Brady.
–Las tienen por los baches en Cavan –dice McPhillips, un hombre del pueblo de Newbliss.
–Ahora sí que nos queda claro –grita Norris.
Cuando las bromas amenguan, McPhillips sale a hacer las apuestas.
Terminadas las noticias, Sean apaga la radio. El silencio es como todo silencio; cada hombre está contento de que exista y, también, contento de que no dure.
Mientras están allí sentados, Leyden inspira y se le ensanchan las narinas.
–¿Cuál de ustedes desenterró a Elvis?
–Dios santo –exclama Long Kearns, volviendo repentinamente a la vida–, ese hedor despertaría a un muerto. Leyden se traga la mitad de su pinta. La hierra le dio sed, así que Brady, a quien no le gusta irse con el dinero, ordena otra ronda.
En la calle, los escolares están comiendo papas fritas que sacan de bolsas de papel madera. Hay olor a cebollas fritas, aceite caliente y vinagre. Ya está más oscuro y la lluvia sigue cayendo. Cuando Brady entra en la cafetería, la chica del mostrador levanta la vista.
–¿Bacalao fresco y papas fritas?
–Sí –asiente Brady–, y té.
Se sienta junto a la ventana y contempla el día. Nubes negras se están deslizando sobre los bungalows. Vuelve a pensar en esa noche en Cootehill. En The White Horse había una banda del norte. Se sentaron a cierta distancia del escenario y charlaron. Ella tenía un pura sangre de dos años y uno de tres que, pensaba, podría ser un buen caballo de caza. Mientras hablaba, un foco verde brillaba en su cabello. Bailaron un poco y ella se tomó una copa de vino. Después, le pidió que la llevara a la casa. Si traes las papas fritas, encenderé el fuego y pondré a calentar la tetera.Cenaron a la luz del fuego. Sobre la mesa tendieron un mantel amarillo. Ella puso individuales de mimbre, pimienta y sal, platos calentados. Los cubiertos de plata destellaban. En su dormitorio, persistía el olor a desodorante, se quemaba una pequeña vela y los faros atravesaban las cortinas. Cuando él se despertó, al alba, ella dormía. Tenía la mano en el pecho de él. En ese entonces, él trabajaba a jornada completa para Leyden. Esa mañana, bajando por la calle principal, comprando leche y tocino, se sintió como un hombre.
Viene la chica con su pedido. Brady come lo que tiene delante, paga y se dirige a la calle. Tiene que pensar un rato antes de recordar dónde estacionó la furgoneta. Pasa por un puesto de frutas y verduras, un balde de fl ores mustias, cajas con tarjetas de Navidad, ristras de temblorosas guirnaldas rojas y amarillas. Cuando pasa caminando por el hotel, reconoce una canción cuyo nombre no recuerda. Se detiene a escuchar, y luego se encuentra en la barra pidiendo una pinta. El día ya no es suyo. Tocan unas pocas canciones más. En algún momento, alza la vista y se da cuenta de que McQuaid está ahí, vestido con un traje oscuro, con su mujer. Al verlo, McQuaid saluda con un gesto de la cabeza. Poco después, se baja una pinta. Los labios de Brady sienten esta cerveza más fría que la anterior.
–¡Pero si es el valiente! ¿Acaso no tienes casa adonde ir?
Es Leyden. Le echa un vistazo a Brady y dice:
–¿Qué problema tienes, hombre?
Brady mueve la cabeza.
Leyden ve a McQuaid. La mesera trae servilletas, cuchillos para el pescado.
–No te preocupes –le dice–. La tierra seguirá estando mucho después de que hayamos muerto. ¿Acaso no fue solo un préstamo?
Brady asiente y pide bebidas. Leyden acerca su taburete y espera que la pinta se asiente. Brady casi lamenta haber entrado. Cuando la pinta está lista, Leyden pone el posavasos, lo hace girar.
–No te preocupes por la tierra. Es la mujer lo que perdiste –dice inútilmente–. Era la mujer más hermosa que alguna vez pasó por acá.
–Sí –dice Brady.
–Hay hombres que darían su brazo derecho por tener una mujer como esa –dice Leyden, acercándose a Brady y agarrándole el brazo.
–Seguramente lo harían.
Pasa la camarera con dos platos muy calientes.
–Vamos, ¿qué pasó?
Brady se siente clavado al taburete. Retrospectivamente, algunos días fueron difíciles, pero ninguno fue desperdiciado. Mira para otro lado. Crece el silencio. Levanta el vaso, pero no puede tragar.
–Fue por el caballo –dice fi nalmente.
–¿El caballo?
Leyden lo mira, pero Brady no desea continuar. Incluso la mención del caballo resulta demasiado.
–¿Qué pasa con el caballo? –insiste Leyden, pero luego mira para otro lado como para dejarle espacio a Brady.
–Una noche llegué a casa y ella me dijo que tenía que comprar comida, pagar cuentas. Me dijo que tenía que sacarla a cenar.
–¿Y qué le dijiste?
–¡Le dije que se fuera a la mierda! –dice Brady–. Le dije que me desharía de sus caballos.
–Qué horror –dice Leyden–. ¿Habías estado bebiendo?
–Solo una gota –dice Brady, dudando.
–Bueno, todos decimos cosas…
–Salí y abrí el portón, y saqué sus caballos al camino –dice Brady–. Me dio una segunda oportunidad, pero nunca fue lo mismo. Nunca nada fue lo mismo.
–Cristo –dice Leyden, echándose hacia atrás–. No pensé que fueras capaz.
Ya es bien pasada la hora de cierre, cuando Brady encuentra la furgoneta. Se sienta detrás del volante y desanda los caminos en dirección a su casa. Todo saldrá bien; el sargento lo conoce, él conoce al sargento. No lo detendrán. A cada lado de esos caminos hay grandes árboles mojados, postes de teléfono, cables colgando. Atraviesa las hojas caídas, manteniéndose sobre la izquierda. Cuando llega a la puerta de adelante, el pan todavía está en el escalón. El perro no ha regresado a la casa, pero sabe que los pájaros se lo habrán comido para la mañana. Mira la mesa de la cocina, el cuchillo en el frasco vacío y sube las escaleras.
Va a la cama y se saca el buzo. Quiere sacarse las botas, pero le da miedo. Si se las saca, sabe que nunca podrá volver a ponérselas al día siguiente. Se arropa debajo de las sábanas y mira la ventana pelada. Ya es invierno. ¿Qué es lo que está haciendo allí? El viento produce notas terribles en el jardín y, en alguna parte, brama una bestia. Espera que sea de McQuaid. Yace en su cama y cierra los ojos, pensando únicamente en ella. Puede oír cómo late su propio corazón. Pronto ella va a volver y lo perdonará. La brida volverá a estar en su lugar, el mantel sobre la mesa. En su mente hay un destello de plata. Cuando el sueño lo reclama, ella ya está ahí, con su mano pálida sobre el pecho de él y su caballo oscuro, atrás, pastando en sus campos.
Claire Keegan
Fuente: http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/25622
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