
Oliver manejaba. Yo tenĂa tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El parador que encontramos estaba vacĂo. Era un bar amplio, como todo en el campo, con las mesas llenas de migas y botellas, como si hubiera almorzado un batallĂłn hace un momento y todavĂa no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llegaban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. El sacĂł un menĂş de otra mesa y leyĂł en voz alta las opciones que le parecieron interesantes. Un hombre apareciĂł atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. TenĂa un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del brazo. Aunque parecĂa el mozo, se lo veĂa desorientado, como si alguien lo hubiese puesto ahĂ repentinamente y ahora Ă©l no supiera muy bien quĂ© debĂa hacer. CaminĂł hasta nosotros. Saludamos; Ă©l asintiĂł. Oliver pidiĂł las bebidas y le hizo un chiste sobre el calor, pero no logrĂł que el tipo abriera la boca. Me dio la sensaciĂłn de que si elegĂamos algo sencillo le hacĂamos un favor, asĂ que le preguntĂ© si habĂa algĂşn plato del dĂa, algo fresco y rápido, y Ă©l dijo que sĂ y se retirĂł, como si algo fresco y rápido fuese una opciĂłn del menĂş y no hubiese nada más que decir. RegresĂł a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ventanas que daban al mostrador. MirĂ© a Oliver, sonreĂa; yo tenĂa demasiada sed para reĂrme. PasĂł un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas frĂas de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apareciĂł. No traĂa nada, ni un vaso. Me sentĂ pĂ©simo, pensĂ© que si no tomaba algo ya mismo iba a volverme loco, Âży quĂ© le pasaba al tipo? ÂżCuál era la duda? Se parĂł junto a la mesa. TenĂa gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas. Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicaciĂłn, pero se interrumpiĂł. Le preguntĂ© quĂ© pasaba, supongo que en un tono un poco violento. Entonces se volviĂł hacia la cocina, y despuĂ©s, esquivo, dijo:
–Es que no llego a la heladera.
Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor.
–¿Cómo que no llega a la heladera? ¿Y cómo mierda atiende a la gente?
–Es que… –se limpiĂł la frente con el trapo. El tipo era un desastre– mi mujer es la que agarra las cosas de la heladera –dijo.
–¿Y..? –tuve ganas de pegarle.
–Que está en el piso. Se cayĂł y está…
–¿Cómo que en el piso? –lo interrumpió Oliver.
–Y, no sé. No sé –repitió levantando los hombros, las palmas de las manos hacia arriba.
–¿Dónde está? –dijo Oliver.
El tipo señalĂł la cocina. Yo sĂłlo querĂa algo fresco y ver a Oliver incorporarse acabĂł con todas mis esperanzas.
–¿Dónde? –volvió a preguntar Oliver.
El tipo señaló otra vez la cocina y Oliver se alejó en esa dirección, volviéndose una que otra vez hacia nosotros, como desconfiando. Fue extraño cuando desa-pareció detrás de la cortina y me dejó solo, frente a frente con semejante imbécil.
Tuve que esquivarlo para poder pasar cuando Oliver me llamĂł desde la cocina. CaminĂ© despacio porque prevĂ que algo estaba pasando. CorrĂ la cortina y me asomĂ©. La cocina era chica y estaba repleta de cacerolas, sartenes, platos y cosas apiladas sobre estanterĂas o colgadas. Tirada en el suelo, a unos metros de la pared, la mujer parecĂa una bestia marina dejada por la marea. Aferraba en la mano izquierda un cucharĂłn de plástico. La heladera colgaba más arriba, a la altura de las alacenas. Era una de esas heladeras de quiosco, de puertas transparentes que van sobre el piso y se abren desde arriba, sĂłlo que Ă©sta habĂa sido ridĂculamente amurada a la pared con mĂ©nsulas, siguiendo la lĂnea de las alacenas y con las puertas hacia el frente. Oliver me miraba.
–Bueno –le dije–, ya viniste hasta acá, ahora hacé algo.
EscuchĂ© que la cortina de plástico se movĂa y el hombre se parĂł junto a mĂ. Era mucho más petiso de lo que parecĂa. Creo que yo casi le llevaba tres cabezas. Oliver se habĂa agachado junto al cuerpo pero no se animaba a tocarlo. PensĂ© que la gorda podĂa despertarse en cualquier momento y ponerse a gritar. Le corriĂł los pelos de la cara. TenĂa los ojos cerrados.
–Ayúdenme a darla vuelta –dijo Oliver.
El tipo ni se movió. Me acerqué y me agaché del otro lado, pero apenas pudimos moverla.
–¿No va a ayudar? –le pregunté.
–Me da impresión –dijo el desgraciado–, está muerta.
Soltamos inmediatamente a la gorda y nos quedamos mirándola.
–¿Cómo que muerta? ¿Por qué no dijo que estaba muerta?
–No estoy seguro, me da la impresión.
–Dijo que “le da impresión” –dijo Oliver–, no que “le da la impresión”.
–Me da impresión que me dé la impresión.
Oliver me mirĂł, su cara decĂa algo asĂ como “yo a Ă©ste lo cago a trompadas”.
Me agaché y busqué el pulso en la mano del cucharón. Cuando Oliver se cansó de esperarme puso sus dedos frente a la nariz y la boca de la mujer y dijo:
–Esta está muertĂsma. Vámonos.
Y entonces sĂ, el tipo se desesperĂł.
–¿Cómo irse? No, por favor. No puedo solo con ella.
Oliver abriĂł la heladera, sacĂł dos gaseosas, me dio una y saliĂł de la cocina puteando. Lo seguĂ. AbrĂ mi botella y creĂ que el pico no iba a llegar nunca a mi boca. Me habĂa olvidado de la sed que tenĂa.
–¿Y? ÂżQuĂ© te parece? –dijo Oliver. RespirĂ© aliviado. De pronto me sentĂ con diez años menos y de mejor humor–, Âżse cayĂł o la bajĂł? –dijo. TodavĂa estábamos cerca de la cocina y Oliver no bajaba la voz.
–No creo que haya sido él –dije en voz baja–, la necesita para llegar a la heladera, ¿o no?
–Llega solo…
–¿Realmente creés que la mató?
–Puede usar una escalera, subirse a la mesa, tiene cincuenta sillas de bar… –dijo señalando alrededor. Me pareciĂł que hablaba alto a propĂłsito, asĂ que bajĂ© más la voz:
–Quizá sà es un pobre tipo. Realmente estúpido, y ahora se queda solo con la gorda muerta en la cocina.
–¿Querés que lo adoptemos? Lo cargamos atrás y lo soltamos cuando llegamos.
TomĂ© unos tragos más y me quedĂ© mirando la cocina. El infeliz estaba parado frente a la gorda y sostenĂa en el aire un banco, sin saber muy bien dĂłnde ponerlo. Oliver me hizo una seña para que volviĂ©ramos a acercarnos. Lo vimos dejar el banco a un lado, tomar un brazo de la gorda y empezar a tirar. No pudo moverla ni un centĂmetro. DescansĂł unos segundos y volviĂł a intentarlo. ProbĂł apoyar el banco sobre una de las piernas, una de las patas tocando la rodilla. Se subiĂł y se estirĂł lo más que pudo hacia la heladera. Ahora que le daba la altura, el banco quedaba demasiado lejos. Cuando girĂł hacia nosotros para bajar, nos escondimos y nos quedamos sentados en el suelo, contra la pared. Me sorprendiĂł que no hubiera nada en el bajomesada del mostrador. SĂ arriba en la repisa, y más arriba las coperas y las alacenas tambiĂ©n estaban repletas, pero nada a nuestra altura. Lo escuchamos mover el banco. Suspirar. Hubo silencio y esperamos. De pronto se asomĂł tras la cortina. SostenĂa un cuchillo con gesto amenazador, pero cuando nos vio pareciĂł aliviarse, y volviĂł a suspirar.
–No alcanzo a la heladera –dijo.
Ni siquiera nos paramos.
–No alcanza a ningún lado –dijo Oliver.
El tipo se quedĂł mirándolo como si el mismĂsimo Dios se hubiera parado frente a Ă©l para hacerle saber la razĂłn por la cual estamos en este mundo. DejĂł caer el cuchillo y recorriĂł con la mirada los bajomesadas vacĂos. Oliver estaba satisfecho: el tipo parecĂa traspasar los horizontes de la estupidez.
–A ver, prepárenos un omelette –dijo Oliver.
El hombre se volviĂł hacia la cocina. Su rostro imbĂ©cil de estupor reflejaba los utensilios, las cacerolas, casi toda la cocina colgando de las paredes o sobre las estanterĂas.
–Ok, mejor no –dijo Oliver–, haga unos simples sándwiches, seguro que eso sà puede hacerlo.
–No –dijo el tipo–, no alcanzo a la sandwichera.
–No lo tueste. Sólo traiga el jamón, el queso, y un pedazo de pan.
–No –dijo–, no –volviĂł a repetir negando con la cabeza, parecĂa avergonzado.
–Ok. Un vaso de agua entonces.
NegĂł.
–¿Y cómo mierda sirvió a este regimiento? –dijo Oliver señalando las mesas.
–Necesito pensar.
–No necesita pensar, lo que necesita es un metro más de altura.
–No puedo sin ella…
PensĂ© en bajarle algo fresco, pensĂ© que tomar algo le vendrĂa bien, pero cuando intentĂ© levantarme Oliver me detuvo.
–Tiene que hacerlo solo –dijo–, tiene que aprender.
–Oliver…
–Decime algo que sà puedas hacer, una cosa, algo.
–Llevo y traigo la comida que me dan, limpio las mesas…
–No parece –dijo Oliver.
–…Puedo mezclar las ensaladas y condimentarlas si ella me deja todo listo sobre la mesada. Lavo los platos, limpio el piso, sacudo los…
–Ok, ok. Ya entendĂ.
Entonces el tipo se queda mirando a Oliver, como sorprendido:
–Usted… –dijo–, usted sĂ llega a la heladera. Usted podrĂa cocinar, alcanzarme las cosas…
–¿QuĂ© dice? Nadie va a alcanzarle las cosas…
–Pero usted podrĂa trabajar, tiene la altura –dio un paso tĂmido hacia Oliver, que a mĂ no me pareciĂł prudente–, yo le pagarĂa –dijo.
Oliver se volviĂł hacia mĂ: “Este imbĂ©cil me está tomando el pelo, me está tomando el pelo”.
–Tengo plata. ¿Cuatrocientos la semana? Puedo pagarle. ¿Quinientos?
–¿Paga quinientos la semana? ÂżPor quĂ© no tiene un palacio en el fondo? Este imbĂ©cil…
Me levantĂ© y me parĂ© detrás de Oliver: iba a pegarle en cualquier momento, creo que lo Ăşnico que lo detenĂa era la altura del tipo.
Lo vimos cerrar sus pequeños puños como compactando una masa invisible que poco a poco se reducĂa entre los dedos, los brazos comenzaron a temblarle, se puso morado.
–Mi plata no le incumbe –dijo.
Oliver volviĂł a hacer eso de mirarme cada vez que el otro le hablaba, como sin poder creer lo que ve. ParecĂa disfrutarlo, pero nadie lo conoce mejor que yo: nadie le dice a Oliver lo que debe hacer.
–Y por la camioneta que tiene –dijo el tipo mirando hacia la ruta–, por la camioneta que tiene se dirĂa que manejo la plata mejor que usted.
–Hijo de puta –dijo Oliver y se abalanzó sobre él. Alcancé a sostenerlo. El tipo dio un paso atrás, sin miedo, con una dignidad que le daba un metro más de altura, y esperó a que Oliver se calmara. Lo solté.
–Ok –dijo Oliver–. Ok.
Se quedĂł mirándolo, estaba furioso, pero habĂa algo más en su calma contenida, y entonces le dijo:
–¿Dónde está la plata?
Miré a Oliver sin entender.
–¿Va a robarme?
–Voy a hacer lo que se me cante el orto, pedazo de mierda.
–¿Qué hacés? –dije.
Oliver dio un paso, tomĂł al tipo de la camisa y lo levantĂł en el aire.
–¿Dónde está tu plata, a ver?
La fuerza con que Oliver lo habĂa levantado lo hacĂa oscilar un poco hacia los lados. Pero Ă©l lo miraba directamente a los ojos, y no abrĂa la boca.
–Ok –dijo Oliver–. O traés la plata, o te rompo la cara.
LevantĂł el puño bien cerrado y lo dejĂł a un centĂmetro de la nariz del tipo.
–Está bien –dijo el otro.
Oliver lo soltó. El tipo cayó, se acomodó la camisa, dio un paso hacia atrás. Despacio, cruzó la barra en sentido contrario al de la cocina y desapareció por una puerta.
–Pedazo de imbécil –dijo Oliver.
Me acerqué a él para que no nos escuchara:
–¿Qué estás haciendo? Tiene a la mujer muerta en la cocina, vámonos.
–¿Viste lo que dijo de mi camioneta? El imbécil quiere contratarme, ser mi jefe, ¿entendés?
Oliver empezĂł a revisar las estanterĂas de la barra.
–Este imbécil debe tener su plata por acá.
–Vámonos –dije–. Ya te desquitaste.
CorriĂł algunas botellas, papeles sueltos, hasta que encontrĂł una caja de madera. Era una caja vieja, con un grabado a mano que decĂa “habanos”.
–Esta es la caja –dijo Oliver.
–Ya váyanse –escuchamos.
El tipo estaba parado en el medio de la sala, y sostenĂa una escopeta de doble caño que apuntaba directamente a la cabeza de Oliver. Oliver escondiĂł tras de sĂ la caja. El tipo sacĂł el seguro del arma y dijo:
–Uno.
–Nos vamos –dije, tomĂ© a Oliver del brazo y empecĂ© a caminar–. Lo siento, realmente lo siento. Y siento lo de su mujer tambiĂ©n, yo…
TenĂa que hacer fuerza para que Oliver me siguiera, como las madres tiran de los chicos caprichosos.
–Dos.
Pasamos cerca de él, la escopeta a un metro de la cabeza de Oliver.
–Lo siento –volvà a decir.
Ya estábamos cerca de la puerta. Hice salir primero a Oliver para que el tipo no viera que se llevaba la caja.
–Tres.
SoltĂ© a Oliver y corrĂ. No sĂ© si Ă©l tuvo miedo o no, pero no corriĂł. Subimos a la camioneta. DejĂł la caja sobre el asiento, encendiĂł el motor, y salimos en la direcciĂłn en la que venĂamos. La camioneta dio algunos saltos en la cuneta y al salir a la ruta, pero Oliver no dijo nada. SĂłlo un rato despuĂ©s, sin quitar los ojos del camino, dijo:
–Abrila.
–DeberĂamos…
–Abrila, maricón.
TomĂ© la caja. Era liviana y demasiado chica para contener una fortuna. TenĂa una llave de fantasĂa, como de cofre. La abrĂ.
–¿Qué hay? ¿Cuánto? ¿Cuánto?
–Vos manejá –dije–, creo que sólo son papeles.
Oliver se volvĂa cada tanto para espiar lo que yo revisaba. HabĂa un nombre grabado en la contratapa de madera, decĂa “Irman”, y debajo habĂa una foto del tipo muy joven, sentado sobre unas valijas en una terminal, parecĂa feliz. Me preguntĂ© quiĂ©n le habrĂa sacado la foto. TambiĂ©n habĂa cartas encabezadas con su nombre: “Querido Irman”, “Irman, mi amor”, poesĂas firmadas por Ă©l, un caramelo de menta hecho polvo y una medalla de plástico al mejor poeta del año, con el logo de un club social.
–¿Hay plata sà o no?
–Son cartas –dije.
De un manotazo, Oliver me quitĂł la caja y la tirĂł por la ventanilla.
–¿QuĂ© hacĂ©s? –me volvĂ un segundo para ver las cosas ya desparramadas sobre el asfalto, los papeles todavĂa en el aire, la medalla rebotando una o dos veces más, cada vez más lejos.
–Son cartas –dijo.
Y un rato después:
–Mirá… TendrĂamos que haber parado acá. “Parrilla libre”, ÂżleĂste? ÂżQuĂ© costaba? –y se sacudiĂł inquieto en el asiento, como si realmente lo lamentara.
Samanta Schweblin
Fuente: www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/23-71413-2015-02-04.html
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