Hablemos de la crueldad en los/as docentes. ¿La viviste en carne propia alguna vez? Yo sí, y te quiero contar mi historia porque durante mucho tiempo creí que era normal aprender con “sangre, sudor y lágrimas” y me habría venido bien que alguien me ofreciera, al menos, poner esa afirmación entre signos de pregunta.

Tuve un recorrido académico muy exigente. Tanto en el secundario como en la universidad, tenía miedo de participar en clase porque no quería quedar como una idiota enfrente de todos/as. Los/as profesores/as solían poner en evidencia la ignorancia o los errores, muchas veces incluso burlándose. No quería pasar por eso y por lo tanto callaba.

También participé de varios de talleres artísticos (actuación, baile, canto, clown, pintura y, por supuesto, escritura). Por suerte, la mayoría fueron experiencias hermosas que me permitieron soportar la rigidez que caracterizaba al ámbito académico. Pero también hubo situaciones que me dolieron mucho. Las últimas ocurrieron hace 5 años, en una institución muy reconocida. No doy nombres para no hacerles publicidad, aunque sea mala.

La primera situación se dio en un taller de autobiografía. La docente era muy snob y sobradora, al parecer gozaba haciendo sentir menos a los/as alumnos/as. Y ahí la clase se dividía en, por un lado, los/as que la secundaban, cómplices, y hacían comentarios de esos que no sabés si te están descansando o no. Y por el otro, las víctimas de los comentarios, algunas combativas que lograban defenderse y otras completamente bloqueadas, como yo.

Había que entregar trabajos todas las semanas y nada de lo que escribiera le gustaba ni a mis compañeros/as genios/as ni a la docente. Decían que tenía una “prosa infantil”. Tenía una furia que no te explico. Llegó el momento de la entrega final y yo no sabía sobre qué escribir. Se me ocurrió hacer un trabajo sobre las páginas de la mañana que propone Julia Cameron en El Camino del Artista. Es un ejercicio muy similar a los 5 minutos de escritura que propongo en el taller. Por suerte me atajé a tiempo y me di cuenta de que no me convenía para nada mostrarle mi escritura más vulnerable, lo que escribo apenas me levanto, lo que más conectado está con mi inconsciente, a una docente que no duda en desestimar mi trabajo enfrente de todos/as.

Faltaban 5 días para entregar y no sabía qué iba a hacer. Por dentro pensaba: “La tengo que cagar a esta hija de puta”. Ese era mi pensamiento literal. La odiaba con todo mi ser. En un momento dije “masí” y empecé a escribir en tiempo real lo que me pasaba con ese trabajo. Le metí toda la gilada snob de las “escrituras del yo”, toda la sarasa que a ella le encantaba, pero con mucha ironía. Y bronca. Mi intención era pegarle una piña con mi escritura.

Para mi sorpresa, me puso un 10. En la devolución me hizo un guiño cómplice y escribió que “reniego de la academia pero me rindo ante ella”. Un compañero, del grupo snob, me dijo que gracias al impulso que me había dado la profesora yo había “mejorado” mi escritura. Eso me dio más bronca todavía. Me había estimulado desde el miedo y la vergüenza, había sufrido mucho durante todo el proceso y al final había escrito desde el odio. ¿Eso era lo que estaba bien? ¿Era así como iba a escribir “mejor”?

Supongo que mis escritos autobiográficos no eran gran cosa. Me habría venido bien una crítica constructiva. La necesitaba. Pero esta profesora, en lugar de marcarme cuáles eran los problemas de mi texto y animarme a solucionarlos, se ocupó de llevarme a un límite emocional para que yo quebrara y sacara “lo mejor de mí” (¿que serían las ganas de matarla?).

Hay muchos/as docentes que trabajan con la idea de destruir al/la alumno/a. Y lo justifican diciendo que así es como se mata al ego, así es cómo hay que entregarse a la práctica. Abundan especialmente en el ámbito teatral y por suerte ya están saliendo a la luz un montón de testimonios gracias a los/as alumnos/as que se animan a contarlo.

La otra situación que me marcó muchísimo ocurrió en la misma institución. La docente del taller de poesía leía en voz alta los poemas de cada alumno/a y luego daba pie a los/as compañeros/as para que destrocen el texto sin piedad. Al final, ella misma editaba el poema en el momento, leyendo cómo quedaría el texto si estuviera bien escrito. Es decir, cómo convertir la porquería que habíamos llevado en un texto decente.

No podía entender cómo se cebaba la gente opinando con comentarios como “es un lugar común”, “esto no es poético, es vulgar”, “parece una canción de Arjona” y cosas por el estilo. Pero cuando me tocó vivirlo en carne propia y una compañera me dijo “no tenés voz propia”, secundada por la docente que, además, achuró mi texto sin escrúpulos, me quedé helada. No pude reaccionar. Intenté no darle crédito. Por suerte también tenía compañeros/as que me apoyaban y me daban ánimos para que no creyera esas barbaridades. Pero el daño ya estaba hecho.

No digo que no esté bien editar los poemas. Al contrario: cuando corrijo, borro muchísimo. A veces, de un poema de dos páginas pueden quedar 5 versos. Es natural, ya que buscamos la síntesis. Pero una cosa es que lo haga el/la poeta, cuando está preparado/a, en su intimidad… y otra muy diferente es que lo hagan sin tu consentimiento y enfrente de todos/as. Me parece un gesto de una violencia muy fuerte.

Esto pasó hace 5 años y todavía no volví a escribir un solo poema. No quiero darle toda la responsabilidad a esta situación, de hecho fue una seguidilla de cuestiones y esto fue sólo la gota que rebalsó el vaso. Hoy por hoy sigo trabajando para recuperarme de esa herida, y de a poco voy mejorando.

En ambos casos, además de tacto e inteligencia emocional, falta una devolución profunda, constructiva, detallada y con argumentos. Yo agradezco muchísimo cuando un/a maestro/a me hace ver por qué falla mi texto y dónde. Porque así lo puedo mejorar, puedo aprender y seguir creciendo. Pero si me dicen “esto no sirve” y no aclaran por qué, ¿qué me están enseñando?

Tal vez pienses que lo que me pasa es una exageración tremenda, que no puede ser que un comentario me bloquee de esa manera. Pero estoy segura de que no soy la única con esta sensibilidad. Y por eso, cada día en mi trabajo, siempre, pongo como prioridad evitar esas situaciones de mierda, con perdón de la palabra.

Estoy convencida de que se puede enseñar sin crueldad. Que aprendemos mucho mejor cuando nos tratan bien. Y quiero decirlo explícitamente porque sé que podemos llegar a naturalizar el maltrato. Porque muchos/as de nosotros/as fuimos educados/as en ambientes de rigor y/o miedo y nos parece que el sufrimiento es parte del combo y que si te maltratan “te la tenés que bancar”.

Yo no me la banco nada. Hoy elijo maestros/as que, antes que nada, me traten bien. Antes elegía a mis profesores/as por su trayectoria, por todo lo que sabían, por su influencia en el ambiente. En fin: por el pedigree. Pero a los golpes aprendí que una persona puede ser una eminencia en un tema y no saber nada sobre cómo tratar a un ser humano.

Gracias a un profundo trabajo interno entendí que esa era UNA manera de aprender. Sí, aprendí. Pero con miedo. Nunca me la jugué para no equivocarme. Me costó mucho animarme a probar, experimentar, ver qué sale. Darme el permiso para jugar.

Aprendí que para desarrollarse sanamente en la creatividad es mucho más importante el cuidado, la confianza, la amabilidad, la valoración de cada paso, el mirar con buenos ojos los errores, la capacidad de acompañar cuando queremos abandonar, la paciencia, el agradecimiento por la apertura del/a otro/a, todo esto es mucho más importante que el conocimiento sobre un tema.

Así que, si estás buscando un/a maestro/a para desarrollar tu arte, cualquier que sea, por favor asegurate de que puedas confiar en él/ella. Vos lo valés. Y tu creatividad también. Te juro que es posible otra forma de educación. Buscala, porque existe.

Como siempre, te invito a comentar:

¿Te pasó alguna vez de recibir estas devoluciones funestas?

¿Encontraste un lugar de confianza para tu creatividad?

 

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