Palomar, de Ítalo Calvino
Les dejo un capítulo de la novela Palomar de Ítalo Calvino. Viene a colación de adónde nos puede llevar la observación detallada de una porción de mundo. ¡Inténtenlo en sus casas! :o)
EL CÉSPED INFINITO
Alrededor de la casa del señor Palomar hay una extensión de césped. No es un lugar donde naturalmente debería crecer el césped; el césped es, pues, un objeto artificial, compuesto de objetos naturales, esto es, de hierba.
El césped tiene como finalidad representar la naturaleza, y esta representación se opera sustituyendo la naturaleza propia del lugar por una naturaleza en sí natural, pero artificial en relación con ese lugar. En una palabra: cuesta caro; el césped requiere gastos y esfuerzo sin fin: para sembrarlo, regarlo, abonarlo, desinfectarlo, segarlo. El césped está formado de dicondra, gramilla y trébol. Esta es la mezcla que por partes iguales se esparció en el momento de la siembra. La dicondra, enana y rampante, tomó en seguida la delantera; su alfombra de hojitas compuestas redondas y suaves se propaga, grata al pie y a la mirada. Pero el espesor del césped lo dan las lanzas afiladas de la gramilla, si no son demasiado ralas y si no se las deja crecer mucho sin darles una poda. El trébol brota irregular, aquí dos penachos, allá nada, más abajo un mar; crece lozano hasta que se afloja, porque la hélice de la hoja pesa en lo alto del tierno
pecíolo y lo arquea. La cortadora avanza con trepidación ensordecedora al segarlo; un suave olor de heno fresco embriaga el aire; la hierba nivelada recupera su híspida infancia; pero el mordisco de la cuchilla revela discontinuidades, peladuras ralas, manchas amarillas.
Para que el césped merezca su nombre debe ser una verde extensión uniforme: resultado innatural logrado naturalmente por los prados que la naturaleza decide. Aquí, observando minuciosamente, se descubre dónde no llega el surtidor giratorio, dónde en cambio el agua golpea en un chorro continuo y pudre las raíces, y dónde del riego adecuado aprovechan las malas hierbas.
El señor Palomar arranca la cizaña, de cuclillas en el césped. Un diente de león se adhiere al terreno con un basamento de hojas dentadas espesamente superpuestas; si tiras del tallo, se te queda en la mano mientras las raíces permanecen hincadas en la tierra. Con un movimíento ondulante de la mano hay que tomar toda la planta y desprender delicadamente las raicillas de la tierra, sacando tal vez motas de terrón y desmedradas briznas de hierba, medio ahogadas por el vecino invasor. Despucs, arrojar al intruso en un lugar donde no pueda volver a echar raíces o a desparramar semillas.
Cuando se empieza a arrancar una gramínea, en seguida se ve asomar otra un
poco más allá, y otra, y otra más. En un instante, aquel trozo de alfombra herbosa que parecía necesitar unos pocos retoques, resulta ser una jungla sin ley.
¿No queda más que cizaña? Peor aún: las malas hierbas se entremezclan tan espesamente con las buenas que no se puede meter mano en medio y tirar. Parecería que se ha creado una inteligencia cómplice entre las hierbas sembradas y las silvestres, un debilitamiento de las barreras impuestas por la disparidad de nacimento, una tolerancia resignada de la degradación.
Algunas hierbas espontáneas no tienen para nada, en sí mismas, un aire maléfico o insidioso. ¿Por qué no admitirlas entre las que pertenecen al césped por derecho propio, integrándolas en la colectividad de las cultivadas? Por este camino se llega a dejar que se pierda el «césped inglés» y a replegarse en el «césped rústico», abandonado a sí mismo. «Es lo que antes o después habrá que elegir», piensa el señor Palomar, pero le parecería faltar a un compromiso de honor. Una achicoria, una borraja saltan a su campo visual. Las extirpa.
Es cierto que arrancar una mala hierba aquí y allá no resuelve nada. Habría que proceder así -piensa-. tomar un cuadrado de césped, de un metro de lado, y limpiarlo hasta de la presencia más ínfima que no sea trébol, gramilla o dicondra. Después pasar a otro cuadrado. O bien no: detenerse en un cuadrado de muestra. Contar cuántas briznas de hierba hay, de qué especie, su espesor, y cómo están distribuidas. A partir de ese cálculo se llegará a un conocimiento estadístico del césped, que una vez establecido…
Pero contar las briznas de hierba es inútil, nunca se llegará a saber cuántas son. El césped no tiene límites netos, hay una orilla donde la hierba deja de crecer, pero todavía brota alguna brizna dispersa aquí y allá, después una espesa mota verde, después una franja más rala: ¿forman todavía parte del césped o no? Más allá se insinúa el matorral: no se puede decir qué es césped y qué es maleza. Pero aun donde no hay más que hierba, no se sabe nunca dónde se puede dejar de contar : entre plantita y plantita hay siempre una hojita compuesta que apenas aflora de la tierra y cuya raíz es un vello blanco que casi no se ve; hace un minuto se la podía dejar de lado, pero dentro de poco tendremos que contarla también. Entre tanto, otras dos briznas que hasta hace poco parecían apenas amarillentas, se han marchitado definitivamente y habrá que borrarlas de la cuenta. Después están los fragmentos de briznas, quebradas por la mitad, o cortadas al ras del suelo, o desgarradas a lo largo de la nervadura, las hojas compuestas que han perdido un lóbulo… Los decimales sumados no hacen un número entero, quedan como una menuda devastación herbácea, en parte todavía viva, en parte ya papilla, alimento de otras plantas, humus…
El césped es un conjunto de hierbas -así se plantea el problema-, que comprende un subconjunto de hierbas cultivadas y un subconjunto de hierbas espontáneas llamadas cizaña; la intersección de los dos subconjuntos está constituida por hierbas nacidas espontáneamente, pero pertenecientes a las especies cultivadas y por tanto indiferenciables de éstas. Los dos subconjuntos incluyen, a su vez, diversas especies, cada una de las cuales es un subconjunto de los ajenos al césped. Sopla el viento, vuelan las semillas y los pólenes, las relaciones entre los conjuntos se desbaratan…
Palomar sigue ahora otro curso de pensamientos: ¿es «el césped» lo que vemos o vemos una brizna más una brizna más una brizna…? Lo que llamamos «ver el césped» es sólo un efecto de nuestros sentidos aproximativos y bastos; un conjunto sólo exíste en tanto está formado por elementos distintos. No es el caso de contarlos, el número no importa; lo que importa es aprehender de un vistazo las plantitas individuales una por una, en su partícularidad y en sus diferencias. Y no solamente verlas: pensarlas. En vez de pensar «césped», pensar aquel pecíolo con dos hojas de trébol, aquella hoja lanceolada un poco corva, aquel corimbo tenue…
Palomar se ha distraído, ya no arranca las malas hierbas, ya no piensa en el césped: piensa en el universo. Está tratando de aplícar al universo todo lo que ha pensado del césped. El universo como cosmos regular y ordenado o como proliferación caótica. El universo tal vez finito pero innumerable, inestable en sus confines, que abre dentro de sí otros universos. El universo, conjunto de cuerpos celestes, nebulosas, polvillo estelar, campos de fuerzas, intersecciones de campos, conjuntos de conjuntos…
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Genial!!! y pensar que algunos solo vemos un «poquito de verde».
Qué bueno que te haya gustado,Sergio! 😀