Tengo el gran honor de presentar el libro de poemas «Huida» de Leandro Pena. Los invitamos a compartir este momento el martes 15 de septiembre a las 19.30 en Mu punto de encuentro (Hipólito Irigoyen 1440).
La huída: Un mapa del paisaje interior
Recuerdo una de las primeras clases de poesía que tomé en la facultad. El profesor Ariel Schettini puso como ejemplo el poema 20 de 20 poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,/y tiritan, azules, los astros, a lo lejos». La idea era explicarnos cómo se construye la subjetividad en el poema, y concluyó: “lo más interno, la tristeza más profunda del yo es nada menos que… un informe meteorológico”. Todos estallamos de risa, pero más allá de la gracia de la observación, me resultó interesante pensar que los sentimientos más hondos se expresan mediante imágenes externas al sujeto. Y es una idea que vuelve a aparecer en la narrativa, cuando el ambiente que se describe dice algo del personaje, como si estuvieran en combinación.
Sin embargo, al leer Huida de Leandro Pena, surge otra idea: ¿qué tal si la imagen poética deja ver un paisaje interior? Es decir, que el paisaje no acompaña al yo ni habla en su lugar mostrando sus sentimientos (por ejemplo: si llueve, quiere decir que el yo está melancólico) sino que se va armando con pinceladas, colores, figuras que aparecen dentro de sí mismo. Busco alguna cita que me ayude y encuentro, en el epígrafe a El paisaje como cifra de armonía, de Silvestri y Aliata las siguientes palabras de Rilke: “Nadie todavía ha pintado un paisaje que sea tan completamente paisaje y por lo tanto confesión y mirada personal como esta profundidad que se abre detrás de Mona Lisa. Como si todo lo que es humano estuviera contenido en su imagen infinitamente silenciosa, y como si todo el resto, todo lo que está por delante del hombre y que lo sobrepasa, estuviera contenido en estas relaciones misteriosas de montañas, de árboles, de puentes, de cielo y de agua. Este paisaje no es la imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles, es naturaleza por venir, mundo en gestación, tan ajeno al hombre como un bosque desconocido sobre una isla desierta”.
Esto me recuerda inmediatamente el epílogo de El hacedor de Borges: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
¿Qué tiene que ver esto con Huida? Todo. En el primer caso, la idea de un paisaje que está delante del hombre y lo sobrepasa y que es al mismo tiempo algo por venir, algo que se intuye, que se está gestando: “pequeñas gotas negras/ se esconden/ en el paisaje cotidiano// allí/ recuerdo/ lo que no queremos recordar// presagio de un olvido presente”. Y en otro momento: “Sueños en la playa.// Manchas escondidas/ bajo/ la cresta de una ola// pendiente/ de una sombra nocturna”. En “Absorción”, la primera parte del libro, el paisaje es premonición y está al acecho.
En el segundo caso, el dibujo del mundo no puede ser otra cosa que la figura de sí mismo. Aunque en el caso de este libro, la claridad a la que refiere Borges como “el momento antes de morir” se puede encontrar en el estado que sobreviene después de haber transitado la más profunda oscuridad o la “noche del alma”, en palabras de San Juan de la Cruz. “Valle de sombras” es un mapa con señales que indica los lugares oscuros, una colección de miedos viejos y cansados que anidan el alma, una mirada abierta a lo inminente.
Sin embargo, la noche no trae sólo sombras. El deseo también se presenta en la oscuridad y el paisaje cambia. Pasamos de una catástrofe climática a un bosque sensual: el lecho salvaje de la mujer-bosque. Hay un oasis oculto que se va construyendo en la relación con lo femenino: “Corazón vientre colmena/ escondite amarillo/ en tu alma sedienta// Allí/ el refugio de un secreto no parido”. Y también aparece ligado a la escritura: “Vacié/ el murmullo verbal/ en el núcleo de una flor// Allí/ un tibio néctar/ una vertiente de miel por emerger/ o una colmena para abrigarme// Escritura brebaje”.
Este refugio contrasta con el siguiente lugar que visita el poeta: la jungla ciudad, donde reina el artificio, la máscara y las jaulas. El paisaje de sombras va mutando y el poeta lo sabe. Intuye que es necesario seguir buscando un resguardo: “Un paragua-poema/ me protege/ de la ilusión virtual/ de la imagen fantasma// de la distancia// de la ausencia// Al fin y al cabo me resguardo// Desierto táctil poblando mi ciudad”.
El amor de la mujer-bosque y el encuentro con el poema son los bálsamos que el poeta encuentra para sobrevivir a la jungla-ciudad y al propio valle de sombras. El camino podría terminar allí: en el alivio de haber conocido el punto luminoso dentro de la mitad oscura del mundo. Sin embargo, la inminencia trae otra salida: la huida, el vuelo, el deseo de ser libre al fin, la esperanza de un tiempo donde los colores retornan y la oscuridad permanece como una leve sombra, como un punto negro en la mitad luminosa del mundo.
Al final, el poeta-caballo “Trota sobre nubes.// Ve las sombras de los árboles/ sobre la pradera.// Sus pasos/ de piel fina/ encienden estrellas.// Luceros dormidos/ despiertan/ las sombras de la noche”. La luz que estaba dormida se enciende en medio de la noche. El caballo es la figura que despega del bosque oscuro. Para él ya nada es igual, aunque el lugar que deja atrás sea el mismo. Todo es cuestión de cambiar el punto de vista. Sólo así es posible ver un paisaje distinto y esperar el retorno de los colores a la distancia.
Cecilia Maugeri