Una crónica de viaje, de María Moreno
En familia (fragmento)
(Plaza Djemá el F’na)
Como si hubiera estado escuchando instrucciones de mi madre, me senté en el puesto más concurrido evocando su axioma de que el número de parroquianos garantiza condiciones sanitarias seguramente transmitidas de boca en boca. Un cartel pregonaba en árabe, francés y español un plata digno de la memoria de mi bisabuelo que, según mi padre, untaba la médula de caracú en su tostada diciendo que sabía a cráneo de mono. En mi plato, de tópicos arabescos, sólo vi una lonja de carne muy cocida que podía cortarse con la cuchara, rodeada de aceitunas, pasas de uva y membrillos. Su terneza y su sabor me evocaron la cabeza de vaca guateada que había comido durante los festejos del solsticio de invierno en Salta, cocida durante 24 horas en una parcela de brasas bajo tierra. Los descendientes de pueblos originarios, casi todos proletarizados en el gremio de la construcción, la ofrecieron en un campito público, al azar del turismo, en una ceremonia menos concurrida que la oficial, que se había hecho en lo alto de un cerro y donde los rituales se iniciaron luego de consultar la hora exacta al Observatorio de Greenwich -el saludo al Sol fue dirigido desde un micrófono por el intendente-. Lo que yo comí esa tarde en Marrakech fue guiso de camello.
Por deducción supe que estaba atemorizada: mis pasos eran extremadamente cortos y cada vez que me encontraba cerca de otro visitante de la plaza o de uno de sus habituales mercaderes cedía el paso en forma pusilánime. Era un repliegue sin matices discriminatorios, fobias de larga data, no rechazo a las diferencias. La familia de cualquier origen, parapetada en un gritón cuerpo común, era capaz de provocarme un respingo; en cambio, podía tolerar que algún nativo solitario me tomara de la manga o intentara arrastrarme con la mano, pronunciando palabras incomprensibles para mí. En un rincón, cerca de la entrada que se abre desde la avenida Mohamed V, en el final de los mateos estacionados, como si constituyera una jerarquía menos dentro de los transportes de tracción a sangre, aunque se tratara del más común de la zona y, sobre todo, el único con una tradición duradera, había un camello acostado sobre sus rodillas. Me acerqué con vacilación, pero la presión de los niños que, a su vez, empujaban a sus padres, me empujó a mi vez y quedé casi en la primera fila de la multitud de mirones a quienes el camello contaba en francés las ventajas de un viaje corto alrededor de la plaza que, desde un sitio preciso, podía volverse irreconocible ante una cámara de fotos, de modo que la toma pareciera haber sido realizada en el mismísimo desierto. La tentación apareció con la forma de una creencia imperiosa: si no me animaba a subir al camello, nada de ese viaje habría valido la pena y tal vez daría un vuelco negativo a mi vida toda por haber sido incapaz de asumir lo que cualquier turista septuagenaria asumía con liviandad y soltura. Cuando el último niño bajó del camello, cuando los grititos de un hombre calvo que debía tener menos edad que yo, me persuadieron de que no sería la peor jinete, me coloqué decididamente en la cola y, entonces, me asaltó una impaciencia movediza que, en mi caso, suele ser el preámbulo del miedo máximo: comencé a dar saltitos y a intentar débiles acercamientos, aprovechando los breves momentos en que el camello, entre un jinete y otro, volvía a acostarse sobre las rodillas, mientras le acomodaban el “apero”. Nunca puse la mano lo suficientemente cerca como para tocarlo. La vez en que estuve más cerca justo se levantó, de modo que di un chillido y volví a mi lugar, pero nadie a mi alrededor dio indicios de haber prestado atención. Subí casi inconsciente, concentrada en aferrarme a una cruz de madera que sobresalía sobre el fardo de tela de colores que pesaba sobre la joroba. Inútilmente busqué los estribos. Un tirón agradable me hizo recordar al que se percibe en la caña de pescar cuando acaba de picar un pez o al movimiento del feto en la matriz, algo levemente erótico sin que pierda su marca de sobresalto. En una perspectiva extraña, vi el pelo opaco de la testuz del camello, las pestañas largas y polvorientas, como si improvisaran un animal separado, tal vez una criatura mimética de la arena, un antepasado ya extinto del ciempiés. La brusquedad del fin del viaje se me hizo sentir con un doloroso golpe en los talones; había colocado las piernas demasiado rígidas en torno al cuerpo del camello, que debería medir en sus reflejos el tiempo exacto de cada viaje, y por eso se agachó para volver a su posición de relax, imagino que sin ninguna orden de su dueño, quien lo habría adiestrado para hacer la mayor cantidad de pequeños trayectos en el menor tiempo posible. Volví rengueando al hotel con la idea de que el dolor se extendería hasta mi vuelta a Buenos Aires, lo inverosímil de mi argumento sobre el origen de mi marcha dificultosa o la posible intención de esnobismo que se me adjudicaría si me empeñaba en la sinceridad. A pesar de la renguera, aceleraba el paso con esa alegría zonza de haber vencido en una prueba que nadie me había pedido, y -quería creerlo a pesar de toda esa leyenda de camellos que muerden ferozmente o propinan patadas mortales aun a los expertos en su manejo- sin ningún riesgo.
María Moreno
Fuente: María Moreno, Banco a la sombra, Buenos Aires, Sudamericana, 2007.
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